El debate y aprobación del presupuesto, con o sin “superpoderes” -como se había insinuado desde el gobierno en la campaña electoral- será la prueba  que nos indique si nuestro futuro estará signado por la concentración de poderes presidenciales o por el fortalecimiento del Congreso, la institución fundamental de la República.

Los parlamentos nacieron como una forma de controlar los gastos y recursos del estado, y la autorización para gastar y recaudar que en los presupuestos anuales le otorga el Congreso al Presidente es la llave maestra de las políticas que este pueda seguir.

Pero en nuestro país desde el presupuesto de 1950 todos los gobierno constitucionales, cualquiera haya sido su signo político, han incluido en la ley que lo aprueba una delegación de poderes para que el Poder Ejecutivo, sus ministros o, en los últimos tiempos, el Jefe de Gabinete, pueda modificar o cambiar el destino de las partidas que lo componen. Esto hizo que los programas de políticas que el Poder Legislativo aprobaba anualmente se cambiaran, según la discrecionalidad de los funcionaros que lo ejecutaban. El proyecto de presupuesto 2006 enviado por el Ejecutivo al Congreso mantiene esta delegación de facultades.

Esto se agravó después del repunte económico registrado en los ejercicios posteriores de la crisis de 2001 ya que los presupuestos hicieron estimaciones de recaudación y gastos muy inferiores a lo que se recaudó, y los excedentes, merced a los “superpoderes”, delegados en las leyes de presupuesto, mediante las leyes de emergencia, y por los decretos de necesidad y urgencia, tuvieron el destino que el Poder Ejecutivo dispuso, lo que convirtió a los presupuestos en papel picado y le permitió al presidente acumular un gran poder, que nunca tuvieron sus predecesores. Esta arbitraria distribución de fondos dio prioridad a las necesidades políticas electorales y se postergó otras como las de educación, sueldos de los jubilados y la creación de puestos de trabajo.

A esta discrecionalidad se le sumó el uso del atractivo recurso de los fondos fiduciarios, que proliferaron en los últimos tiempos, como otra forma de gastar que tienen los ministros sin que el Congreso los autorice ni los controle.

Esta descomunal acumulación de poderes ha hecho desaparecer las presiones que se le hacían a los presidentes mediante las “ligas de gobernadores”, o por los intendentes de municipios poderosos, como los del conurbano, o de otros tipos de lobbies, que limitaban su margen de maniobra, y ha permitido, mediante el toma y daca, aceitar un sistema por el cual los gobernadores e intendentes de todo el país dependen de la buena voluntad del presidente para manejar sus presupuestos, hacer obras públicas, otorgar subsidios y,  también, para ganar elecciones.

Lamentablemente, y volviendo al presupuesto, pocos pueden tirar la primera piedra -en el Congreso- para abolir los “superpoderes”, por la mal entendida disciplina partidaria de los que apoyan al gobierno, y porque mucho de los opositores cuando fueron gobierno hicieron lo mismo. Todo indica, aunque parezca una paradoja, que el poder presidencial se ha fortalecido en las elecciones en detrimento del de los propios legisladores votados por el pueblo.

Esta vuelta a poner las cosas en su lugar, que deseamos, no limitaría al Ejecutivo en caso de graves y reales emergencias ya que la ley de administración financiera ley 24.156 dispone en su artículo 39: “El Poder Ejecutivo nacional podrá disponer autorizaciones para gastar no incluidas en la ley de presupuesto general para atender el socorro inmediato por parte del gobierno en casos de epidemias, inundaciones, terremotos u otros de fuerza mayor. Estas autorizaciones deberán ser comunicadas al Congreso Nacional en el mismo acto(...).”

Si la historia es maestra de vida, vale la pena recordar que la Constitución, se dictó para terminar con las “facultades extraordinarias y la suma del poder público” del dictador Juan Manuel de Rosas, quién el 20 de setiembre de 1851 hizo sancionar una ley de la Legislatura de Buenos Aires, donde era gobernador, que declaraba “que todos los fondos de la provincia, las fortunas, vidas, fama y porvenir de los representantes de ella y de sus comitentes, quedan sin limitación ni reserva alguna a disposición de su excelencia hasta dos años después de terminada gloriosamente la guerra contra el loco traidor salvaje unitario Urquiza, y la que su excelencia sabia y enérgicamente ha declarado contra el Brasil.”

En la letra chica del mensaje que el pueblo dejó en las urnas leemos que el Estado debe dejar de ser débil o estar ausente en la gestión del bien común, y para responder al mismo debemos cumplir con lo que dispone la Constitución, fortalecer las instituciones, jerarquizar al Congreso –que es la más importante de ellas al representar la voluntad ciudadana-, hacer que el presupuesto vuelva a ser un instrumento de las políticas del Estado, y no del capricho de los funcionarios que lo ejecutan, y hacer –de esta forma- realidad la división de poderes.

Recordar la raíz histórica de nuestros males, como hemos hecho en esta nota, no debe servir para consolarnos, sino para dejar de ser tontos.


                                                                       Córdoba, noviembre de 2005.