La presidenta Cristina Fernández de Kirchner se quejó de la Justicia por la demora en las causas contra los represores, la ministra de la Corte Suprema Carmen Argibay se defendió atribuyéndole responsabilidades por ello a los Poderes Legislativo y Ejecutivo, y los ciudadanos –descreídos y víctimas de la inseguridad- piden soluciones drásticas, incluso la pena de muerte.

Una sociedad democrática, fundada en la justicia, debe proponerse “dar a cada uno lo suyo”, por eso el preámbulo de la Constitución postula: “afianzar la justicia”; y por ello el Poder Judicial es uno de los tres poderes de los gobiernos federal, de las provincias, y de la ciudad autónoma de Buenos Aires.

¿Que hacer hoy, entonces, con la Justicia?

Como virtud la Justicia es responsabilidad de todos los ciudadanos, sean gobernantes o gobernados; juzgadores o juzgados. Para afianzarla no hay otra forma que “educar al soberano”, que es el conjunto de los ciudadanos, para hacerles tomar conciencia de sus responsabilidades sociales y políticas.

En cuanto al Poder Judicial, no mejorará ni será más creíble, si no se tiene en claro el papel institucional que le cabe en la hora actual. Parcharlo, con reformas parciales como las propuestas de acelerar los juicios a los represores del último gobierno militar, bajar la edad de los inimputables, implantar la pena de muerte, aumentar el presupuesto o el personal del Poder Judicial, es perder el tiempo por que ello no alcanza.

El Poder Legislativo, luego de un amplio debate, tiene que hacer una profunda reforma de la organización judicial, de la legislación de fondo y de procedimiento y revisar las normas orgánicas, administrativas y financieras del Poder Judicial. Debe derogar la última reforma a la ley orgánica del Consejo de la Magistratura. También debe sancionar un Código de la Seguridad Personal, como el que proyecté cuando fui diputado de la Nación y que está vigente en la provincia de Tucumán, que fije los procedimientos de la acción de inconstitucionalidad; el recurso extraordinario ante la Corte Suprema; la declaración de inconstitucionalidad de oficio; el hábeas corpus; el amparo; el hábeas data; la acción de rectificación o réplica; las medidas autosatisfactivas; las cautelares autónomas; la acción colectiva y “de clase”; y los conflictos de competencia entre los tribunales inferiores.

El Poder Ejecutivo debe adecuar los organismos de seguridad y de inteligencia, que coayuvan al accionar de los tribunales, y terminar de generar largos e inútiles pleitos, que son muy costosos e inundan los tribunales, como los del “corralito” y de los reajuste a las jubilaciones.

Para reorganizar la Justicia hay que redefinir el rol de la Corte Suprema la que, como el más alto tribunal de la República, falle uno o dos centenares de casos de trascendencia institucional por año, como la de Estados Unidos, que orienten y uniformen los criterios básicos que deben seguir los demás tribunales al interpretar la Constitución, los tratados y las leyes.

La casación debe abolirse, por ser un recurso traído de sistemas judiciales (europeos) extraños al nuestro, que revisa sólo los fundamentos normativos y no los de hecho; y porque dicha revisión parcial es contraria al Pacto de San José de Costa Rica [art. 8, 2 h)], según la  Corte en el caso “Casal, Matías” (20-9-05), que exige doble instancia donde se pueda cuestionar los hechos y el derecho.

En el orden federal, deberá disolverse la Cámara de Casación Penal y volverse a limitar la competencia de la Cámara Federal de la Seguridad Social a la ciudad de Buenos Aires. Las Cámaras Federales de Apelación, en su reemplazo, deberán ser los tribunales de alzada en materia penal y de la seguridad social en las provincias, con el necesario incremento de jueces, personal e infraestructura.

Las “megacausas”; como la de los represores, la de Cromagnon o la de la voladura de la fábrica militar de Río Tercero; deberán tener procedimientos especiales y ser provistos de la infraestructura y del personal que fuere necesario. La litigiosidad masiva, como la de los jubilados o lo que fue el “corralito”, deberá contar con trámites abreviados. 

Las Cortes o Tribunales Superiores provinciales o de la ciudad de Buenos Aires deberán atender los recursos de inconstitucionalidad y los fundados en la arbitrariedad de las sentencias, convirtiéndose en tribunales constitucionales o no de casación como lo son en la actualidad. Los tribunales inferiores provinciales deberán tener doble instancia, para atender  las apelaciones, lo que hará innecesario la casación.

Deberá revisarse el procedimientos oral de los tribunales colegiados penales y laborales, los que reducirán su actuación a las causas más complejas, y dejarán a que sus jueces, en actuación unipersonal, juzguen los procesos más simples.

Los jueces de familia -asistidos por psicólogos y asistentes sociales- deberán resolver con inmediatez las cuestiones sometidas a su conocimiento, incluidas las de violencia.  Los jueces vecinales, de faltas y contravenciones -provinciales o municipales-, con formación de mediadores, deberán impartir justicia, mediante un trámite sencillo y sin costo. Deberá someterse más causas a mediación y al arbitraje.

La incorporación de la electrónica y el internet en los tribunales es todavía insuficiente, lo que con el aumento de la litigiosidad, obliga al uso de una cantidad inusitada de escritos, expedientes, tribunales, archivos, personal y edificios dedicados a interminables juicios, que en mucho de sus tramos se tramitan en Buenos Aires o en las grandes ciudades, lo que implica centralización, ineficacia y mayores costos.

La Escuela de la Magistratura debe formar a los futuros jueces, a los que aspiran a acceder, a los que ya ejercen la magistratura y a los funcionarios que los asisten.

Las soluciones mágicas, como la de mutar nuestro sistema presidencialista por el parlamentario – propuesto por Eduardo Duhalde y Eugenio Zaffaroni-, significa retroceder a los ya superados modelos monárquicos o post-monárquicos europeos. De esta forma se pretendería crear, o copiar de los países europeo, un Tribunal Constitucional, que agregará una nueva instancia -que demorará más los pleitos-, y monopolizará el control de constitucionalidad, lo que traería otro inevitable conflicto con la Corte Suprema, como el suscitado cuando se implantó el Consejo de la Magistratura, y como ocurrió en países vecinos donde se creo una Corte Constitucional.

El control de constitucionalidad concentrado en el Tribunal Constitucional, impedirá a los demás jueces ejercerlo, como ocurre en la actualidad; por lo que tendrían, cuando se les plantea la inconstitucionalidad, suspender las causas y elevarlas a dicho Tribunal para que se expida sobre ello; o aplicar al fallar leyes inconstitucionales hasta que la causa llegue a dicho Tribunal. Como las sentencias de los tribunales constitucionales tienen efecto erga omnes, y no para el caso concreto como en nuestro sistema, con ello se le sustraería al Congreso la atribución de derogar la ley inconstitucional, la que le es propia -como la de sancionarla-, por ser el órgano que representa a la voluntad popular.

Otra solución mágica, fracasada en la provincia de Córdoba, fue implantar el juicio por jurados, sea mediante escabinos (2 ciudadanos iletrados que se agregaban a los 3 jueces de las Cámaras del Crimen), ya dejado de usar; o el del jurado, de la llamada ley (Juan Carlos) Blumberg, por el que se juzgan los delitos graves en Córdoba, conformado por los 3 jueces de Cámara y 8 legos , y el juez que lo presidente no vota, pero debe fundar, de hecho y de derecho -a veces en contra de sus convicciones-, el de disidencia de los iletrados, cuando estos no adhieren al de alguno de los jueces. Los que ignoran las normas de derecho y el arte de juzgar no pueden impartir justicia, esta experiencia así lo ha demostrado.

Las buenas ideas que surjan de este impostergable debate podrán ser la respuesta al título de esta nota.

                                               Córdoba, marzo de 2009.