Cuando se reclama una reforma política generalmente se proponen medidas para modificar los procedimientos, las instituciones, los partidos o los liderazgos políticos; pero poco y nada se habla y debate sobre los fundamentos y valores sobre los que se asienta el sistema político. 

El pueblo de Israel, en la fase inicial de su historia, no tenía rey, como los otros pueblos, porque reconocía solamente el señorío de Yavhéh, Dios interviene en la historia a través de hombres carismáticos como Samuel –juez y profeta-, según cuenta la Biblia, que se hacía eco del pedido del pueblo de que se le designe un rey, advirtiéndoles del ejercicio despótico de la realeza, aunque el poder real pueda, también, ser un don de Dios. Así es como, previa consulta a todas las tribus y clanes, unge a Saúl como el primer rey. Pero el rey elegido por Yahvéh y por Él consagrado será visto como su hijo y deberá mostrar su señorío debiendo a los débiles y haciendo justicia. Los profetas señalarán los extravío de los reyes. El rey modelo será David por su humildad, como narra la Biblia, y a pesar de sus infidelidades, y la de sus sucesores, iniciará una tradición “mesiánica”, que culminará con Jesucristo.

Algo parecido nos pasa a los argentinos desde que en 1983 reiniciamos el ciclo democrático, donde la necesidad de una autoridad legítima elegida por el pueblo, que hemos conseguido con no pocos sacrificios, no siempre ha sido ejercida de acuerdo a los propósitos de bien común, lo que nos inquieta, nos frustra y nos revela.

Así es como se sucedieron las crisis; los gobiernos que no terminaban su mandato; los gobernantes que querían perpetuarse en el poder mediante reelecciones, o la elección de familiares o amigos; los que acumulaban poderes y superpoderes desbordando los límites constitucionales; los que se hacían elegir o reelegir mediante el clientelismo y la corrupción.

A estos males vino se le antepusieron “soluciones mágicas’, como los cambios de gobierno y de los partidos de gobierno, la reforma de la Constitución en su parte instrumental, el cambio de los sistemas electorales, la judicialización de la política y hasta el “que se vayan todos”; pero las cosas no cambiaron o cambiaron muy poco, y en algunos casos para peor.

¿Qué hacer entonces?

Quizás haya que volver al principio, a las fuentes, como hacía el pueblo de Israel cuando sus reyes se extraviaban, que recurría a Yahvéh, al Dios que había investido de autoridad al rey, para pedirle que éste se ponga al servicio de su pueblo, con humildad como lo hizo David, a pesar de sus debilidades y errores. En nuestro caso tendríamos que volver sobre nuestros pasos y analizar por qué decidimos, después de tanto extravío, volver a la democracia, al Estado de Derecho, al voto del pueblo, al imperio de la Constitución y de la ley, al respeto de los derecho humanos, y a la búsqueda de una sociedad más justa, donde la libertad, la igualdad y la fraternidad no sean sólo un eslogan o un ideal inalcanzable.

La sociedades se organizan de dos maneras: o a partir y para servir a la persona humana según su dignidad, o desde el poder y para poner a dicha organización al servicio al servicio del mismo. Las constituciones y las leyes se dictan y las instituciones se crean para servir a las personas, y preservar sus bienes fundamentales: su libertad (de su espíritu), su vida (de su cuerpo) o su trabajo (como proyección de su personalidad, espiritual y material); o se dictan y crean a partir del poder o de quienes lo ejercen, quienes desde la soberbia del racionalismo o el positivismo redactan normas y crean instituciones al servicio a los que mandan y no para los que sólo deben obedecer.

Si queremos una reforma política tenemos que comenzar convenciéndonos que el gran protagonista de la democracia constitucional no son los políticos, ni las instituciones, sino los ciudadanos, y que si queremos volver a las fuentes tenemos que poner las leyes, las instituciones y la política al servicio de las personas, o sea del bien común; y el ciudadano tiene que asumir el protagonismo que hoy no tiene, que no es sólo ir a votar, sino que debe opinar, participar en las instituciones políticas y sociales, y en la toma de decisiones. Ello implica que hay que convencerlo del gran poder que tiene con su voto, su opinión y su participación. Que para ejercer ese poder debe afiliarse a los partidos políticos, votar en las elecciones internas, participar en las reuniones y asociaciones de padres en los colegios, en las reuniones y asociaciones de vecinos y en las asambleas gremiales y de otras sociedades intermedias; actuar, cuando se lo convoca, como presidente o fiscal de mesa en los comicios; estar informado, opinar, participar en debates y audiencias públicas; denunciar a los que delinquen, servir de testigo y reconocer a los delincuente en las rueda de presos, cuando se lo requieran. Si esto no ocurre cualquier reforma será inútil.

Pero ¿cómo convencer a tanta gente de un cambio tan profundo en sus conductas?- Mediante la educación política. Este es el déficit más grave que ha tenido la democracia constitucional en nuestro país desde 1983. No hemos preparado a los ciudadanos para el protagonismo que les cabe en este sistema político, que es más complejo que los autoritarios, y que, gracias a Dios, hemos superado definitivamente, ya que a pesar de las agudas crisis que hemos soportados no hemos tenido que recurrir a los militares ni a las soluciones violentas del pasado.

Pero la educación política no implica sólo crear facultades de ciencias políticas en las universidades o hacer cursos de formación política en los partidos o en algunas ONG; ello significa que hay que trasmitir los valores de la democracia y hacer conocer sus instituciones y los mecanismos de su funcionamiento y su importancia, para lo cual hay que revisar todo el sistema educativo, de gestión estatal y privado, en todos los niveles, desde el jardín de infantes hasta en las universidades; los contenidos de los medios masivos de comunicación; y promover los valores democráticos desde los medios no formales de la educación, como son los desfiles, los actos patrióticos o conmemorativos, exhibición de símbolos patrios, o de expresiones artísticas, etcétera.

Esto no significa renunciar a luchar en contra del clientelismo, el populismo, la corrupción y demás vicios que nos agobian, o a dejar de proponer reformas para fortalecer a los partidos políticos, a nuestros arcaico sistema electoral, o a organizar mejor la promoción de los liderazgos, de los debates, de una mejor solución de los conflictos, o el uso más frecuente de los mecanismos de participación y de toma de decisiones en todos los niveles de la sociedad y del Estado.   

Nuestra generación exhibe con orgullo haber conseguido la vuelta a la democracia constitucional, el haber restablecido el respeto a los derechos humanos, el haber dado el lugar que la mujer merece en nuestra sociedad y el haber despertado el interés por lo ecológico, lo que no es poco. Pero los desafíos que quedan a futuro, para nosotros y a las nuevas generaciones, como son: el de fortalecer el papel del ciudadano, lograr una mejor calidad institucional y hacer posible la igualdad de oportunidades para todos, solo serán posible si ponemos la democracia al servicio de los ciudadanos.

                                                Córdoba, octubre de 2007.