El retorno a las Democracia Constitucional en nuestro país hizo necesario la ratificación y actualización de su Constitución sancionada en 1853, y reformada en 1860, 1866, 1898 y 1957, lo que se concretó en agosto de 1994, impulsada, principalmente, por la lamentable ambición reeleccionista del entonces presidente Carlos Saúl Menem. La convocatoria a la convención constituyente que debía sancionarla terminó siendo acompañada por la entonces débil oposición del radicalismo liderado Raúl Alfonsín, que también antes de renunciar a la presidencia de la República intento, sin éxito, modificar la Ley Fundamental, entre otra razones para ser reelecto por un período más (Dictamen preliminar del Consejo de Consolidación de la Democracia del 7 de octubre de 1986).
En
el Pacto de Olivos peronistas y radicales acordaron un “núcleo de
coincidencias básicas” de lo que se declaraba necesario reformar, y la
convención constituyente, reunida en Paraná y en Santa Fe, sancionó, hace ya 20
años, la reforma más amplia que se le hizo a la más antigua de las
constituciones de América después de la estadounidense.
Lo
positivo
Los
principales aciertos de la reforma fueron la incorporación: de un capítulo, a
la primera parte de su texto, en el que se declaran nuevos derechos y
garantías, del defensor del pueblo –cargo que hoy está vacante desde hace cinco
años- , de darle jerarquía constitucional a declaraciones y tratados
internacionales de derechos humanos, el regular los de integración, el
establecer la elección directa presidencial y de los senadores -aumentándose su
número de dos a tres por provincia y por la ciudad de Buenos Aires y darle así
representación a las minorías -, el permitir la iniciativa y la consulta
popular – aunque nunca hasta ahora fueron utilizadas -; se simplificó el
trámite de sanción de las leyes por el Congreso, admitiéndose hasta tres
sanciones en las cámaras en vez de cinco como era antes; se reconoció a las
provincias el dominio originario de sus recursos naturales y se proclamó la
autonomía municipal.
La
recepción en el texto de la Constitución de lo estipulado en Acuerdo con
la Santa Sede, firmado en octubre de 1966, por el que se suprimió el patronato
para la designación de obispos y la delimitación de la jurisdicciones
eclesiásticas, el pase o exequátur de las decisiones y normas vaticanas, el
requisito de ser católico que se requería para ser presidente o vicepresidente
y la consiguiente modificación de fórmula del juramento, puede sumarse a lo
positivo de la reforma.
Lo
negativo
El
permitir la reelección presidencial, y reducir el mandato de seis a cuatro
años, fue el fracaso más notable, como lo demuestran los segundos períodos de
Menem y, ahora, de Cristina Fernández de Kirchner.
También
lo fueron el autorizar al Poder Ejecutivo dictar decretos de necesidad y
urgencia y legislación delegada, lo que convirtió en una suerte de “escribanía”
al Congreso y exaltó aún más el poder presidencial. No sirvió tampoco, para
atenuar el presidencialismo, como se aspiraba, la creación de la jefatura de
gabinete, el que nunca se reúne, y porque este funcionario rara vez cumple con
la obligación de informar mensualmente sobre la marcha del gobierno ante las
cámaras, como exige la Carta fundamental, aunque, en los últimos tiempos, lo
haga diariamente ante los medios.
El
haber cambiado el régimen original de la Constitución de 1853 -similar al de la
Constitución de EEUU y de Brasil- de fuentes tributarias separadas entre la
Nación y las provincias, por el de coparticipación federal, que antes había
sido ensayado por vía legislativa, fue otro grave error de la Convención. Para
colmo, la ley que debió sancionar el Congreso antes de finalizar el año 1996
para reglamentarla nunca se dictó, ni se dictará, por la imposibilidad de
conseguir la aprobación de todos los gobiernos provinciales, que nunca
admitirán recortes en las asignaciones que se proyecten.
Regulaciones
deficientes
La
incorporación a la Ley Suprema del Consejo de la Magistratura, el Jurado de
Enjuiciamiento de Magistrados, el Ministerio Público y la Auditoría General de
la Nación, se hizo en forma por demás defectuosa, lo que obligó al Congreso a
suplir esas fallas con sucesivas leyes, que establecieron, y en muchos casos
modificaron, la composición de estos órganos, la formas de designación de sus
componentes y sus atribuciones, siendo estas marchas y contramarchas notables
en el caso del Consejo de la Magistratura, cuya última reforma fue declarada
inconstitucional por la Corte Suprema.
La
autonomía de la ciudad de Buenos Aires fue otra de las regulaciones defectuosas
lo que ha traído innumerables idas y vueltas respecto de los órganos y competencias
que el gobierno federal debería traspasar a la ciudad (v.gr. tribunales nacionales, fiscalías, defensorías,
policía federal, transporte urbano, etc.).
En
materia ambiental (art. 41) se establece un sistema de reparto de competencias
legislativas entre Gobierno federal (“presupuestos mínimos”) y de
provincias: (“complementarias”); diferente al de la Constitución
originaria (art. 75 inciso 12), al igual que en materia educativa: disponiendo
el dictado de “leyes de organización y de base de la educación que
consoliden la unidad nacional respetando las particularidades provinciales y
locales” (Art. 75 inc. 19), tomados de la Constitución del Reino de España.
Se
omitió tratar el “control de constitucionalidad”, aunque se lo mencionó para al
regular el amparo (art. 43).
Este
análisis, hecho a vuelo de pájaro, nos permite afirmar que el propósito de que
el pueblo a través de sus representantes haya ratificado y modernizado su
Constitución es un objetivo por demás logrado luego de recuperada la democracia
en 1983, ya que ésta no se agota con que haya elecciones periódicas, sino que
ella deben ir acompañadas de un mayor respeto y garantía a los derechos
humanos, la más clara división y limitación de los poderes, publicidad de sus
actos y la mejor descentralización del poder en las provincias, las regiones y
los municipios.
Más
allá de las virtudes y los defectos de lo reformado, o el buen o mal uso, abuso
u omisión que se ha hecho al aplicar o interpretar las nuevas cláusulas, los
argentinos seguimos creyendo que nuestra Constitución es el mejor instrumento
–como declara su preámbulo- que nos puede “asegurar los beneficios de la
libertad, para nosotros, para nuestra posteridad, y para todos los hombres del
mundo que quieran habitar el suelo argentino”.
Córdoba, de noviembre de 2014.