En la vida de los argentinos hay una insatisfacción, un desasociego, algo que nos no permite sentirnos bien a pesar de nuestros logros más significativos, como son: el regreso a la democracia y al Estado de Derecho; el haber hecho justicia con quienes atentaron contra los derechos humanos; el haber superado varias crisis, como la del año 2001, sin recurrir a los militares; el haber conseguido un crecimiento record de nuestra economía, el mejoramiento del empleo y la reducción de la pobreza; o el tener, con frecuencia, compatriotas que se destacan en las ciencias, las artes o el deporte. Los diagnósticos que indagan sobre sus causas son muy variados y las culpas de nuestros males, generalmente, recaen sobre los políticos. ¿Por qué, entonces, esto es así?
Creo que los políticos tenemos algo que ver con este malestar, no solamente por nuestros defectos –que no son pocos-, sino que preocupados por el “bienestar general”, que nos impone atender el preámbulo de nuestra Constitución, nos hemos olvidado de la felicidad de nuestro pueblo -algo que; ni nuestra Constitución, ni las leyes, ni los gobiernos parecen preocuparles demasiado- probablemente porque se piense que el bien común es el fin de nuestro quehacer público y que la felicidad es algo que debe buscar cada persona por su cuenta.
Esto no es en todas partes así, por caso entre las “verdades evidentes” que sostiene la Declaración de la Independencia de los Estados Unidos están los “derechos inalienables, que entre estos se encuentran la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”, frase esta última, que sirvió, no hace mucho tiempo, de título a un film norteamericano (The Pursuit of Happyness dirigida por Gabriele Muccino) que mostraba las peripecias de un afroamericano (Will Smith) en su búsqueda, dentro de una sociedad que admira al que se hace rico y alcanza lo que se propone (el llamado “sueño americano”), como finalmente logra el protagonista de la película.
Pero estos análisis ya lo hacía en la antigüedad Aristóteles cuando en La Política proponía una “república perfecta” en el que un “gobierno por excelencia” debía procurar a los ciudadanos sometidos a él “el goce de la más perfecta felicidad”.
El filósofo griego decía que entre “Los bienes que el hombre puede gozar se dividen en tres clases: bienes que están fuera de su persona, bienes del cuerpo y bienes del alma; consistiendo la felicidad en la reunión de todos ellos. No hay nadie que pueda considerar feliz a un hombre que carezca de prudencia, justicia, fortaleza y templanza,(...) que la felicidad está siempre en proporción de la virtud y de la prudencia, y de la sumisión a las leyes de éstas, y ponernos aquí por testigo de nuestras palabras a Dios ,cuya felicidad suprema no depende de los bienes exteriores, sino que reside por entero en él mismo y en la esencia de su propia naturaleza. Además ,la diferencia entre la felicidad y la fortuna consiste necesariamente en que las circunstancias fortuitas y el azar puedan procurarnos los bienes que son exteriores al alma, mientras que el hombre no es justo ni prudente por casualidad o por efecto del azar. Como consecuencia de este principio y por las mismas razones, resulta que el Estado más perfecto es el mismo tiempo el más dichoso y el más próspero.”
La felicidad respecto del Estado, para el estagirista, está constituida por elementos idénticos o diverso que la de los individuos. Para los que creen que la felicidad es obtener riqueza el estado será dichoso si es rico; si la aspiración es el poder tiránico el estado dichoso será el que logre la más vasta dominación; si para el hombre la felicidad plena es la virtud el estado virtuoso será el más afortunado. Por lo tanto “el Estado más perfecto es evidentemente aquel en que cada ciudadano, sea el que sea, puede, merced a las leyes, practicar lo mejor posible la virtud y asegurar mejor su felicidad”
De esta reflexión nos cabe concluir para nuestro querido país que felicidad y virtud son palabras de escaso uso en el lenguaje de la política y que si no las expresamos y la incorporamos a nuestro género de vida nunca conseguiremos erradicar la desilusión y la desesperanza de nuestro pueblo, lo que significa que la felicidad, en estas tierras, no será fácil de alcanzar. Sin moderar nuestros apetitos, placeres y pasiones por el poder y la riqueza (templanza); sin fuerza ni vigor para sobreponernos a las dificultades o proponernos metas que no siempre son fácil alcanzar (fortaleza); sin cordura, sensatez y buen juicio de quienes votan, participan en la vida pública y gobiernan (prudencia); o si no le damos a cada uno lo suyo (justicia), será muy difícil ser felices y hacer feliz a un pueblo por más poderes o superpoderes que se acumulen, y por más crecimiento a tasas chinas que hayamos alcanzado en nuestra economía.
Córdoba, octubre de 2007.