A PROPÓSITO DEL CACEROLAZO:

El formidable protagonismo de quienes participaron en el cacerolazo sugiere una reflexión acerca de nuestra representación democrática, insinuada ya por José Nun en su libro Democracia ¿Gobierno del pueblo o gobierno de los políticos? 

¿GOBIERNO DEL PUEBLO O DE LOS POLÍTICOS?

                Nuestra Constitución “adopta para su gobierno la forma representativa, republicana” (arts. 1 y 5), lo que implica aceptar el sistema de democracia indirecta, y que “El pueblo no delibera ni gobierna, sino por medio de sus representantes y autoridades creadas por esta Constitución...”(art. 22).

            Los representados pueden intervenir en forma directa o semidirecta en las decisiones políticas a través de la iniciativa y la consulta popular, vinculante o no vinculante (arts. 39 y 40), lamentablemente nunca ensayadas desde que se la incorporó en la Constitución en 1994, por la desconfianza de los políticos en ellos y por las desmedidas exigencia que las leyes reglamentarias han impuesto para su empleo, a pesar de lo exitosa que resultaron las consultas populares de 1985 sobre el Beagle y en 2001 en Córdoba sobre el cambio de la Legislatura bicameral por otra de una cámara.

El pueblo al votar no debe otorgar un cheque en blanco a sus representantes, sino que debe influir permanentemente en su gestión a través de ideas, propuestas, crítica, protestas, que expresan intereses y hasta presiones que gravitan en la toma de decisiones políticas. La sociedad es la gran proveedora de estos insumos indispensable para el buen gobierno, y sus representantes son o deben ser los canales por donde fluyen los mismos.

            El espontáneo batir de ollas de los últimos días de 2001, que no confundimos con los desmanes que produjeron casi 30 muertos ni los saqueos a bienes privados o públicos, como los del Congreso y la Casa Rosada, influyeron de tal modo en las decisiones políticas que hicieron renunciar a dos Presidentes, un  radical y un peronista, pero la parte del pueblo que participó nunca pretendió sustituir a sus representantes, sino ubicarlos en la realidad, que parecían ignorar.

DEL ÁGORA A LOS PARLAMENTOS

Esto replantea la cuestión de si la democracia es realmente el gobierno del pueblo o sólo el de los políticos, elegidos periódicamente por este, lo que se debate desde que la misma se practica en la historia, o sea en los dos siglos la antigua Grecia y los últimos dos siglos, a partir de la revolución norteamericana.

            En Grecia esta dicotomía la encarnaban la democracia ateniense, ejercida por los ciudadanos reunidos en asambleas, en el ágora o plaza pública, donde se tomaban decisiones, que se combinaban con instituciones representativas, integradas por funcionarios elegidos al azar –ya que al voto no se lo consideraba democrático porque pensaban que favorecía a los ricos- y por períodos no superiores a un año. En cambio en Esparta la polis era gobernada por un Consejo de la ciudad elegido por un procedimiento, que puede tomarse como antecedente de las actuales elecciones, por el que los candidatos desfilaban ante los ciudadanos reunidos en asamblea y estos los vivaban o no, según sus preferencias, y un grupo de evaluadores imparciales registraba la intensidad de los aplausos y gritos que recibían los postulantes, y así determinaban quienes eran los ganadores. Atenas se parecía más a un gobierno del pueblo que Esparta, que era gobernada por políticos.

            Este debate continuó desde que se instaló la democracia constitucional en Estados Unidos y se divulgó en muchos países del mundo, especialmente en los últimos cincuenta años. En el país del Norte los republicanos democráticos, como Thomas Jefferson, creían firmemente en el gobierno del pueblo, mientras que los federalistas, como Alexander Hamilton, en el de los políticos. En la teoría Jean Jacques Rouseau, en los albores, y Jacques Maritain en el siglo XX, se inclinan por lo primero, y John Locke, y en el último siglo, Joseph Schumpeter,  por lo segundo.           

En la actualidad, donde las democracias aparentan homogeneidad, las demandas de participación y la preocupación por la igualdad de oportunidades cobran significación y el rol del ciudadano, de los partidos políticos, de los lobbies, de las minorías, las sociedades intermedias, las ONGs y los medios de comunicación, son fundamentales para el logro de estas aspiraciones. El pueblo no pierde con el voto la titularidad de la autoridad, lo que delega en su representante es el ejercicio de la misma. y siempre puede y debe reclamarle que obre en comunión con el mandato que inviste y a favor del bien común.

            Las constituciones modernas incorporan la idea de la participación democrática, como ocurrió con la nuestra en la última reforma, aunque la misma no siempre se encause por mecanismos institucionales y muchas veces se exprese a través de formas rudimentarias, pero a la postre eficaces, como el cacerolazo, que rompió los tímpanos a una dirigencia sorda y ciega al drama argentino.

        Esperemos que este protagonismo no se agote en la mera protesta y de aquí en más sirva para intensificar la participación y transformar al gobierno de la “clase” política en un auténtico“gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”.

Córdoba, enero de 2002