Los dolorosos sucesos de Neuquén, con la muerte del docente Carlos Fuentealba, sumado a los piquetes, protestas y demás conflictos políticos violentos, que han desbordado, en los últimos tiempo, el marco institucional argentino, nos obligan a reflexionar acerca  de ello y de la ausencia del olvidado principio de la fraternidad, que no alcanza a ser sustituido por la tan mentada solidaridad, y que nos debería acercar al concepto de amistad, considerada por Aristóteles como esencial en la vida de convivencia, y de amor de caridad que nos acercó el mensaje cristiano.

La palabra Fraternidad no figura en la Constitución Argentina de 1853, ni en sus reformas, a pesar que integró, junto con la Libertad e Igualdad, el lema de la Revolución Francesa. Casi un siglo después, la Declaración Universal de los Derecho Humanos de las Naciones Unidas, declarada en 1994 de jerarquía constitucional (art. 75, 22), expresó que: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros.” (art. 1) Agregando, que la educación “(...)favorecerá la comprensión, la tolerancia y la amistad entre todas las naciones y todos los grupos étnicos o religiosos(...)” (art. 26, 2).     

Si las sociedades políticas organizan constitucionalmente sus democracias con el propósito de servir a la persona humana y respetar su dignidad debemos decir con Jacques Maritain, que: “siendo el bien común temporal un bien común de personas humanas, por ello mismo, cada una, subordinándose a la obra común, se subordina a la realización de la vida personal de las otras, de las otras personas. Pero esta solución no puede adquirir un valor práctico y existencial más que en una ciudad en donde la verdadera naturaleza de la obra común sea reconocida, reconociendo al mismo tiempo, como Aristóteles lo había previsto, el valor y la importancia política de la amistad fraterna.

El affectio societatis que liga a los hombres en la vida política le hizo, además, decir a Maritain: “Y la conciencia profana ha comprendido que en el orden temporal, social y político, no sólo la amistad cívica, como los antiguos filósofos lo habían reconocido, el alma y el vínculo constitutivo de la comunidad social –si la justicia es esencialmente exigida de antemano, es como una condición necesaria que hace posible la amistad-, sino que esta amistad cívica no puede prevalecer de hecho en el interior del grupo social si un amor más fuerte y más universal, el amor fraternal, no entra en ella, y si, volviéndose fraternidad, no cruza los límites del grupo social para extenderse a todo el género humano.”

Arturo Ponsati consideró que “Son tres las condiciones constitutivas de la dimensión política del hombre: la relación del mando y de la obediencia, de cuya interacción nace el orden; la relación entre lo privado y lo público, de la cual emerge la opinión; y la dialéctica amigo-enemigo, que engendra la lucha. La pareja mando-obediencia condiciona la formación de la unidad política; la de privado-público, determina la forma de organización o sea el régimen político de la sociedad; y el binomio amigo-enemigo, su conservación.”

La relación amo-esclavo que parece primar de nuevo hoy en el conflicto político, al menos desde una visión hegeliana –inpiradora de los totalitarismos de derecha y de izquierda-, no puede agotar el modus vivendi de la misma, ya que ello nos lleva inevitablemente a la anulación o eliminación del otro o a consignas absurdas, como las que hemos visto últimamente, que proclamaban “ni olvido ni perdón”. Sí, por el contrario, partimos de la premisa que el hombre es una naturaleza caída, pero capaz de redención, podemos concluir que el amor fraternal; aunque no sea el único lazo que fundamenta la unidad social, atento los intereses y pasiones que constituyen la trama societaria, y los odios y amores que se desarrollan en la misma; será uno de los factores que inspirarán la reconstrucción de las instituciones, las estructuras, las constituciones, las leyes, y las prácticas sociales. Quizás la relación amorosa y fecunda entre hombre-mujer, donde tampoco deja de haber conflictos, sea una expresión que se ajuste mejor, que la parábola del amo y del esclavo, a la realidad social que aspiramos, ya que las diferencia y choques entre ambos no deben concluir con la dominación, el sometimiento o la muerte, sino en el respeto de ambas personas y donde el amor sea capaz de engendrar un nuevo destino humano. 

Ponsati, al respecto, dijo que: “La relación fraterna que se produce “strictu sensu” en la familia y “lato sensu”, como “amistad cívica”, en la sociedad, engendra confianza y actitudes de cooperación, a través del sentimiento de una pertenencia común: lleva, pues, consigo, una capacidad de reconciliación y de unidad que puede atravesar toda la vida social, no de una manera  blanda y resignada, sino con un fuego vivo que abrasa y se expande. De allí que sea posible responder afirmativamente a la pregunta sobre si es posible la fraternidad en una sociedad desgarrada por la lucha; a pesar de ella la sociedad no es reductible a la sola lucha. No es pensable la relación social sin alguna capacidad de olvido, pues lo contrario significaría una guerra ininterrumpida, la relación social reducida al conflicto, la sociedad convertida en secuela de la violencia y la servidumbre. Pero el perdón no solo es posible, sino que, de hecho, tiene lugar, aún cuando las ideologías del odio no lo admiten. Cuando ha habido heridas profundas, solo el perdón reconstituye la mínima cuota de confianza y de esperanza necesarias para sobrellevar la vida en común. Y el perdón requiere, por cierto, la mediación, y, a su vez, esta necesita de quienes estén dispuestos a ejercerla.”

Sin resignar a la necesidad de hacer justicia, la respuesta, de quienes queremos una sociedad libre, a la violencia política y a este inexplicable olvido del principio de fraternidad, debe partir desde la tolerancia y la cooperación, escalar los peldaños de la solidaridad, la fraternidad y la amistad cívica, para llegar, si es posible -por que no-, al de la caridad, viendo en el rostro del otro, aunque sea mi contrincante, el del mismo Dios.

                                                            Córdoba, abril de 2007.