Desde el Poder Ejecutivo nacional se lanzó la idea de reformar la Constitución para ampliar el mandato del presidente y vicepresidente de la Nación de cuatro a cinco años o a seis, sin reelección, como antes de la reforma de 1994.

Una de las conquistas del sistema republicano democrático de gobierno es la limitación de los mandatos. La otra conquista importante es que en los sistemas presidencialistas, como el nuestro, el presidente, que es jefe de Estado y de gobierno al mismo tiempo, acumula mucho poder, pero lo ejerce por un tiempo limitado.

Los constituyentes de 1994 redujeron el muy extenso mandato de los senadores de nueve a seis años, y el del presidente y vicepresidente, de seis a cuatro, con la posibilidad de ser reelegido por un período, como en la Constitución norteamericana. Eso era lo que quería Carlos Saúl Menem, que terminaba su mandato de seis años y que así pudo estar a cargo del Poder Ejecutivo diez años y medio, sumando a los seis de su primer mandato los cuatro años del segundo y seis meses más para acoplarse al tiempo del mandato de los legisladores, por el desfase producido al haber asumido antes la presidencia, en 1989, ante la renuncia de Raúl Alfonsín. No se animaron a bajar de cuatro a dos el mandato de los diputados, como en los Estados Unidos.

La reforma constitucional que surgió del Pacto de Olivos, firmado por Menem y Alfonsín, estuvo motorizada por la intención del primero de hacerse reelegir. Intentó hacerlo otra vez para conseguir un tercer mandato, mediante una torcida interpretación de la ley fundamental, pero esto se frustró por la amenaza de convocar a un plebiscito que le hizo el entonces gobernador Eduardo Duhalde. Menem no tenía posibilidades de salir airoso. Algo similar hizo el gobernador Eduardo César Angeloz en Córdoba para hacerse elegir por tercera vez, con las desgraciadas consecuencias que conocemos. También está intentando actualmente otro tanto el gobernador Felipe Solá en la provincia de Buenos Aires. 

La versión reformista nos sorprendió a todos, ya que cuando se conoció estaba anunciado el viaje que Néstor Kirchner hizo a Misiones para apoyar al gobernador Eduardo Rovira. Este pretende un nuevo mandato, para lo cual ha convocado a una elección de constituyentes para modificar la carta fundamental provincial y suprimir los límites a la reelección del gobernador. Así, sigue las huellas del actual presidente cuando fue gobernador de Santa Cruz. En igual sentido se acaba de reformar la Constitución de Tucumán, en favor del gobernador José Alperovich.

Lo de Misiones tiene un condimento político adicional: la oposición de la Iglesia Católica y la participación del obispo de Puerto Iguazú, Joaquín Piña, al frente de la lista de candidatos a constituyentes por un frente opositor.

Kirchner, además, fue constituyente, junto con su esposa, Cristina Fernández, en 1994, y ambos votaron el artículo reeleccionista que hoy se pretendería suprimir.

Los mal pensados creen que esto fue un globo de ensayo, ya que la versión fue rápidamente desmentida, seguramente con el propósito de sondear si sería factible hacer más extenso el segundo período que pretendería conseguir Kirchner en las elecciones del año próximo. No queremos pensar que lo que se quiere es que pueda haber un tercer período de seis años, después de los ocho años de los dos mandatos permitidos.

¿No será que el titular del Ejecutivo lo que quiere es sumar a los cuatro años del mandato actual –que en realidad son cuatro y medio, si sumamos los seis meses por la renuncia anticipada de Duhalde– otros seis años? Si fuera así, estaría emulando a su tan criticado predecesor y también, por qué no, al líder histórico de su partido, Juan Domingo Perón, que en 1949 impulsó una reforma para permitir su reelección. Lo consiguió, pero no pudo completar su segundo mandato.

El propósito de los presidentes y gobernadores de eternizarse en el poder no es nuevo, pero parece que sus malas consecuencias no desalientan a otros, que lo intentan a su vez. Acaba de conseguirlo el presidente Alvaro Uribe Vélez en Colombia, para lo que tuvo que hacer reformar la Constitución. Lo pretende Hugo Chávez Frías en las elecciones venezolanas de este año y en las sucesivas, merced a una Constitución que se dictó para su talle y para superar, seguramente, el récord de su referente Fidel Castro Ruz en Cuba. 

Confieso que siempre he pensado que era bueno para nuestro país el período de seis años sin reelección inmediata que tenía la Constitución de 1853 para el presidente y vicepresidente. O, cuando mucho, que se redujera a cinco años, siempre sin reelección. Los presidentes necesitan más de cuatro años para gobernar, ya que hay un período de adaptación, al principio, de no menos de cien días, y otro al final, de desgaste, desde que un nuevo presidente es elegido hasta que asume. Ese ciclo comienza muchas veces con la campaña electoral, y los norteamericanos lo llaman del lame duck (pato cojo). Hay que restar esos períodos del tiempo productivo de los presidentes, pero no hay que agregarles el tener que pensar o decidir en función de la reelección y el que tengan que participar en una contienda electoral antes de finalizar su mandato. 

Un término de cinco o seis años alcanza para hacer un buen gobierno y hasta para pasar a la historia, si la prudencia y la suerte los acompañan. Si el presidente al asumir es joven, como lo era Julio Argentino Roca (tenía 37 años), pasados uno o dos períodos después de terminado su mandato pueden conseguir –como ocurrió con este político tucumano– una segunda presidencia. Ella convirtió a Roca en el primer mandatario que más años ejerció esa alta magistratura en la historia argentina (1880-1886 y 1898-1904).

Pero ningún cambio que se quiera hacer a nuestra ley fundamental debe tener beneficiarios directos. Si las intenciones del Presidente son sanas, que aclare esto y que abra un debate acerca de la necesidad de esta reforma. Las modificaciones de las constituciones no deben ser frecuentes, pero el debate acerca de sus reformas debe ser permanente. Pero ojo: ¡basta de constituciones a medida!