En mayo pasado visité Egipto, país que accedió a la democracia un año antes al asumir como presidente Mohamed Morsi, líder de los Hermanos Musulmanes, luego de la “primavera árabe”, una pueblada que en 2011 tuvo por escenario principal la Plaza Tahrir de El Cairo, y que quiso terminar con los gobiernos autocráticos (Gamal Abdel Nasser, Anwar el-Sadat y Hosni Mubarak) posteriores al colapso monárquico (1952).    

Morsi, que fue derrocado el 3 de julio pasado por el golpe militar del general Abdul Fatah Al-Sisi -instigado por el movimiento civil Tamarod (Rebélate)-, gobernaba un país en total desorden, cuya Constitución y Parlamento no tenían consenso popular, y los Hermanos Musulmanes (un movimiento político fundado en 1928 por Hassan al-Banna  para establecer un califato islámico, pero que, con el correr del tiempo, fue adaptándose a los nuevos tiempos –algo parecido a nuestro peronismo-, sin definir como secularizar el Islam en democracia), no les sirvió como soporte político, ni para superar el caos político, social y económico imperante; el que se agravó con el gobierno militar; que declaró el estado de emergencia, reprimió protestas –con un saldo de más de mil muertos-, se saquearon iglesias cristianas coptas; lo que provocó la renuncia del vicepresidente, y premio Nobel de la Paz, Mohamed el Baradei.

Lo que vi me recordó -salvadas las distancias- el ensayo democrático intentado en nuestro país entre 1973 y 1976 –que algunos hoy añoran-, en el que la violencia y el terrorismo de la Triple A y de la guerrilla hicieron de las suyas-, iniciado, bajo la vigencia de una Constitución parchada por el Estatuto Fundamental dictado por el general Alejandro Lanusse (1972), con la presidencia de Héctor Cámpora, seguida por la de Raúl Lastiri, la de Juan Perón y concluida por Isabel de Perón, que fue derrocada por la Junta Militar. 

Esta comparación me hizo entender que lo recuperado hace 30 años fue la Democracia Constitucional, y no la democracia a secas, como lo que pude ver en Egipto, en su primer gobierno elegido en comicios libres, y aquí, entre 1973 y 1976, porque a pesar de que el gobiernos había sido elegido por el pueblo, el desorden y la violencia se producía, porque faltaba la vigencia plena de la Constitución, como expresión de la voluntad popular, que garantizara los derechos humanos, la igualdad ante la ley, la división y limitación del poder, el funcionamiento del Congreso y de una Justicia independiente, de los partidos políticos, y del federalismo. 

El “populismo” de moda, que es una degeneración de la democracia, ha hecho creer a algunos que éste régimen político –que la Constitución de 1853 llamaba republicano- recuperado en 1983 se agota con la realización de elecciones, pero poco le importa la vigencia de la Constitución; porque, interpreta, que la voluntad popular, no se refleja en la Ley Fundamental, sino que está delegada en quién ejerce el Poder Ejecutivo, y que, por ello, su titular puede obrar con las instituciones y las leyes como mejor le plazca.

 Por eso el Congreso parece una “escribanía”; se legisla para que la Justicia sea sumisa al Ejecutivo de turno; a la titular de éste poder se la quiere reelegir y las autonomías provinciales y municipales son cada vez más acotada. 

Los partidos políticos, debilitados y divididos, utilizan los aparatos estatales –nacional, provincial, municipal o los entes descentralizados- para regimentar a su clientela. Sus militantes son, muchas veces, “ñoquis”, “asesores” o “consultores” -que su cuota de afiliados se las descuentan de sus haberes-, o beneficiarios de subsidios y planes sociales. Sus recursos, además de los provistos por el Fondo Permanente Partidario, se nutren con los aportes que hacen contratistas del estado o capitalistas amigos; y usan los medios de comunicación, propios o subsidiados por el Estado, para propaganda política. Parientes y figuras del espectáculo con frecuencia integran las listas de candidatos. Los partidos que pierden elecciones, si no se alían con el gobierno pasan a ser enemigos o “suplentes” de los enemigos. 

Sin embargo, los “cacerolazos”, el del 13-S y 8-N, de 2012; y los de este año, el 18-A y, el más light, del 8 de agosto, han demostrado que el pueblo no renunció a la titularidad del poder y que sus representantes tienen el deber de escucharlo y de gobernar en función del bienestar general y no de los intereses de los que ejercen periódicamente el poder. 

Las PASO reflejaron:

·       por un lado, que el ideal de la democracia constitucional se ha desdibujado, y la política y los políticos han perdido prestigio por apartarse del único “modelo” válido de democracia, que es el que indica la Constitución;

·       pero, por el otro, es rescatable de estos comicios, que además de sufragar el 76,83 % del padrón, las principales ideas esgrimidas por los candidatos parecían calcadas de las consignas voceadas o escritas en las pancartas de los cacerolazos, lo que indica que el pueblo que los votó quiere volver ha hacer viva aquella firme convicción, que nos unió después de Malvinas, de que nuestro mejor destino era volver a vivir en democracia, bajo el imperio de la Constitución. 

Raúl Alfonsín, que ganó las elecciones presidenciales del 30 de octubre de 1983, resumió este ideal, con las palabras del preámbulo, que merecerían que volvamos a recitar con más frecuencia: 

“(…)con el objeto de constituir la unión nacional, afianzar la justicia, consolidar la paz interior, proveer a la defensa común, promover el bienestar general, y asegurar los beneficios de la libertad para nosotros, para nuestra posteridad, y para todos los hombres del mundo(…)” 


                                          Córdoba, agosto de 2013.