La grave crisis que padecemos nos recuerda y promete acuerdos, convenios, tratados y pactos; verbales o escritos, publicados u ocultos, que se cumplen o no, que beneficien o perjudiquen a unos o a otros.

Ejemplos históricos fueron el pacto de San Nicolás de los Arroyos en 1852, que hizo posible el dictado de la Constitución en 1853; el de San José de Flores de 1859, por el que incorporó la provincia de Buenos Aires, y más recientemente el pacto de Olivos que permitió la reelección de Carlos Menem y la reforma constitucional de 1994. Los cuadernos de la corrupción nos demuestran que entre políticos y empresarios hubo durante años acuerdos espurios para financiar la política y enriquecer a políticos, intermediarios, empresarios contratistas del Estado y hasta a jueces.

En la coyuntura actual el gobierno suscribió un crédito con el Fondo Monetario Internacional (FMI) y necesita acordar con los gobernadores para que el Congreso le apruebe el presupuesto de 2019, que contendrá el severo ajuste que exige el FMI, y crear las condiciones que beneficien a unos y a otros en las elecciones del año que viene.

Pero allí no termina la cosa; el gobierno, la oposición, los partidos, las empresas, los sindicatos, la Iglesia y la sociedad toda necesitan, para superar el difícil momento que vivimos; acordar objetivos, soluciones, abrir caminos y disponer de recursos humanos y materiales para encontrar el rumbo de cómo salir de este pozo y cómo orientar nuestro futuro. Los más simplistas proponen un “Pacto de la Moncloa”, o algo parecido, que nos encamine a un final feliz, como ocurrió en 1977 en España, pero esos acuerdos históricos son irreproducibles, y la habilidad y la imaginación política son capaces de crear nuevas fórmulas difíciles de predecir, pero siempre posibles de concretar.

Recuerdo que fui testigo, como diputado de la Nación, del acuerdo no escrito que se concretó, con motivo de la grave crisis financiera en 1989, entre Raúl Alfonsín, cuando renunció a la presidencia -luego de las elecciones presidenciales adelantadas que ganó ese año el PJ-, con Carlos Menem, que había triunfado en dichos comicios, pero que asumió ese cargo un semestre antes que el presidente radical terminara su mandato. Por el mismo, cada vez que el Poder Ejecutivo enviaba un proyecto de ley, como ocurrió por ejemplo con el de Reforma del Estado o el de Reforma Económica, la UCR, que tenía mayoría en la Cámara de Diputados, al momento de votar, un grupo de sus diputados se retiraba del recinto, para que los justicialistas, que eran minoría hasta el 10 de diciembre, ganaran la votación, y los radicales la perdieran, ya que votaban en contra, a pesar de que tenía un mayor número de bancas, por la ausencia de los que se retiraban, y en fiel cumplimiento de lo pactado.

Este, y otros acuerdos políticos, escritos o no, se concretan en la política, todos los días. Y ante la grave situación que nos aqueja, por la que crece desmesuradamente la pobreza, el dólar, el endeudamiento, la inflación, el narcotráfico y la incertidumbre, muchos argentinos creemos que ha llegado la hora de que los dos extremos de la grieta, y quienes tienen más poder en nuestro querido país, se unan para apagar este incendio, que nos perjudica a todos -oficialismo y oposición, a los de arriba y a los de abajo-, no sólo este año, sino también el próximo, en el que habrá elecciones.

Jugar a que Mauricio Macri se tenga que ir en un helicóptero, como Fernando de la Rúa, o, porque fracase en su capricho reeleccionista, no beneficia a nadie, ni siquiera a los más feroces opositores. Lo que hay que acordar es cómo superar la crisis económica, pero, también, ordenar el país, y encontrarle un rumbo, que nos permita tener mejor educación, más trabajo decente, seguridad, castigar la corrupción, acelerar la incorporación de las nuevas tecnologías e integrarnos al mundo.

Argentina vivió situaciones peores, y salimos siempre acordando, de una forma u otra.

¿Por qué no lo podremos hacer ahora?

Córdoba, septiembre de 2018.